Hace unas semanas en el lugar en el que trabajo tuvimos una actividad que implicó colocar una mesita, a pie de calle, para el registro de los asistentes, y fue muy curioso un fenómeno que se repitió durante todos los días que estuvimos ahí y que me dio pie para la reflexión que te comparto hoy.

La mesita no tenía letrero de “informes” o algo similar sin embargo, al menos 20 personas que pasaban por ahí se acercaron a preguntar infinidad de cosas, desde cosas que quizás si tenían que ver con el edificio y las funciones que ahí se realizan, hasta direcciones de lugares lejanos a la ubicación en la que nos encontrábamos. Parecía que aquella mesita daba pie a que las personas se acercaran a preguntar y por un momento fantaseé  ¿qué pasaría si le pusiera un letrero que dijera “se resuelven dudas”?

¿Qué hacemos con las dudas que aparecen en nuestra cabeza y corazón?

Existen infinidad de dichos al respecto: “se ahogó en un mar de dudas”, “las dudas no me dejaron dormir”, “puedes dudar de todo menos de ti mismo”, etc… ¿las has escuchado?

No es tarea sencilla aprender a tener dudas razonables, a dudar de tal forma que nos permita crecer al investigar y ampliar nuestros horizontes, que nos permita cuestionarnos sobre nosotros, nuestros entornos y creencias, lo suficiente para avanzar, lo necesario para protegernos de aquellos que tengan malas intenciones.

No es fácil mantener a raya las dudas que como bola de nieve en movimiento crecen, crecen, crecen y peor aún se van enredando y van generando más dudas. No hay peor cosa que las dudas que te aplastan y carcomen haciéndote perder la confianza en ti y en tu percepción.

El fino equilibrio entre dudar y no dudar, entre sostenerse de lo que sabemos,  de lo que ignoramos y de quien en ese momento somos, y el mantenerse lo suficientemente flexibles y disponibles para permitir el cambio, el nuevo conocimiento, el hábito o creencia más funcional.

¿Qué haces con tus dudas? ¿Dejas que crezcan tanto hasta que te paralizan o son como un motor que te impulsa a buscar y resolver? ¿Dejas que te atormenten y te quiten la tranquilidad y te roben el sueño? ¿Las compartes con las personas?  ¿Buscas resolverlas inmediatamente o les das tiempo para que se asienten y puedas ver claramente?

Las dudas, con frecuencia nos expresan algo más independientemente del tema que traten, nos llaman la atención respecto a algo que está pasando en nuestro interior, en los vínculos que quizás tenemos, en la manera en la que estamos manejando las cosas, en las necesidades internas que tenemos en ese momento… ¿qué hay en el fondo de tus dudas?

Hay dudas que no son nuestras, sino que fueron “sembradas” por alguien más y esas son necesarias revisarlas con cuidado, con lupa, con ayuda especializada y extirparlas si es necesario. Hay dudas que por el momento no tienen respuesta  y es necesario también saber colocarlas en el “expediente de dudas sin resolver” y dejarlo en un lugar dónde no estorbe.

En el compartir las dudas también es necesario ser cuidadoso, no todas las personas son un buen espacio para ellas, hay personas que amplían tus dudas, pero al preguntarnos más cosas, crecemos, encontramos caminos, soluciones, luz o un poco de paz, sin embargo hay otras (de las que hay que alejarse de preferencia) que la forma en la que te escuchan, cuestionan y presentan las cosas no sólo nos hacen dudar aún más, sino que nos roban la tranquilidad.

Me parece que dudar es tan humano, sobre todo cuando tenemos opciones, y quizá por eso sea que se dice que “ante la duda no hay duda” y que “la duda es en sí misma una decisión”.

Y tú, ¿qué haces cuando te “asaltan” las dudas?

Por Déborah Buiza

Especialista en Desarrollo Humano, con formación en la UNAM en las áreas de Ciencias de la Comunicación y Psicología, con experiencia en investigación, capacitación, psicoterapia, conducción de grupos, operación de proyectos sociales, desarrollo organizacional y clima laboral, seguimiento a programas institucionales, organización de eventos, makeup artist y mamá sin instructivo.