“Y vivieron felices para siempre”. Es el clásico remate de un cuento de hadas. Es la síntesis de lo que siempre hemos escuchado sobre la felicidad: vivir en pareja, en un bello hogar, sin suegras brujas que empañen nuestra alegría, con un par de hijos, una mascota juguetona y una cerca blanca; por su puesto, con el respeto de la sociedad entera. Por eso princesa del cuento es feliz con su príncipe azul al final de la historia porque además tiene los aplausos generalizados del pueblo.
Las telenovelas nos han contado casi lo mismo al respecto de la felicidad. Sus protagonistas la mayoría de las veces son mujeres cándidas, vírgenes y muy trabajadoras que, sin embargo, viven en la pobreza hasta que conocen al amor de su vida: un varón de nivel socioeconómico alto quien, después de ciertas vicisitudes, logra junto con su cenicienta la felicidad absoluta. Pero en realidad, ¿qué es la felicidad?
En efecto, sobre la felicidad nos han dicho mucho. Incluso es el deseo más común de quienes sinceramente o hipócritamente se congratulan en nuestro cumpleaños. ¿Cuántas veces hemos escuchado “muchas felicidades, te deseo lo mejor”? También represente el anhelo más grande de cada fin de año. Es entonces cuando aparece la receta mágica para alcanzar la felicidad: “salud, dinero y amor”. Pero al final de doce meses nos damos cuenta que nunca conseguimos los ingredientes de semejante remedio.
La publicidad también nos ha creado un falso concepto sobre la felicidad. Para los almacenes, las transnacionales y las grandes marcas, la felicidad es un cúmulo de estereotipos y conceptos mercadológicos. En enero, la felicidad es la esperanza misma de un año que comienza; en febrero, tener una pareja, un montón de amigos y muchos regalos nos hace más felices; en marzo, convivir en una familia nuclear es sinónimo de armonía y inmensa alegría; abril, a los niños hay que festejar (los tengas o no); en mayo, a mamá (la tengas o no) debemos comprar el mejor obsequio; junio, el día del padre; luego las vacaciones de verano; septiembre, la patria te debe poner contento… día de muertos, las Posadas, Navidad y un sin fin de episodios comerciales cuyo principal elemento aspiracional es el bienestar físico, emocional y sentimental.
A cada momento, la radio, la televisión y demás medios de comunicación nos ofrecen imágenes de lo que supuestamente es la felicidad: personas blancas, atractivas físicamente, habitando casas con jardín y amplios espacios; mujeres que disfrutan ser amas de casa, hombres atentos con sus esposas, niños sanos y educados. Incluso las personas enfermas, cuando se trata de promocionar algún medicamento, aparecen más o menos contentos, pues tienen a la mano la cura a todos sus males. De este modo, pañales, detergentes, televisores, teléfonos móviles, estufas, bebidas refrescantes, viajes en avión, muebles, cuentas bancarias, automóviles… todos inmersos en un entorno de absoluta felicidad.
Pero no. La felicidad NO es un estado etéreo permanente y absoluto de bienestar físico, emocional y sentimental. Miente quien asegura “soy la persona más feliz del mundo”, miente quien presume a los cuatro vientos lo feliz qué es. Porque la vida es un poco más complicada que los cuentos de hadas y las telenovelas. La realidad nos ofrece lo mismo adversidades que buenos momentos. Y la felicidad radica justamente en el equilibrio de ambas esferas; saber vivir y asimilar nuestros fracasos, así como disfrutar nuestros triunfos. Comprender además que las hieles de la vida nos hacen más fuertes y que al final nos nutren mucho más que las dulces mieles.
Sólo así podremos ser felices: enfrentar los infortunios, estar preparados para las malas temporadas, saber vivir con las deudas, resolver el estrés del día a día, solucionar los problemas familiares, atender con sabiduría la enfermedad, para al final darnos cuenta que lo mejor que tenemos es la vida y a nuestros seres queridos. Ahí es cuando más que de felicidad debemos hablar de plenitud. Y sí, sí podemos sentirnos plenos, satisfechos con la vida y además agradecidos.
Agradecidos porque la felicidad se encuentra en donde menos nos percatamos. Se trata de un rosario de buenos momentos: un abrazo, una mirada, un deseo, una buena comida, una día soleado, un día con lluvia serena, una luna eclipsada, un mar borrascoso, la sonrisa de los padres, la caricia de los hijos, el saludo de los amigos. Una cadena de momentos, quizá pequeños, pero que juntos hacen nuestra felicidad.