En la ruta que lleva a la plenitud, hay una parada ineludible: la confrontación de nuestra realidad por indeseable que parezca. En esta revisión, no se trata de eliminar lo que nos desagrada de nuestra vida, porque a veces las raíces son mucho más profundas de lo que imaginamos, sino aprender a vivir con aquello que empaña nuestra felicidad; asimilarlo y seguir adelante.

Así es: si queremos convivir con nuestros fantasmas, primero tenemos que confrontarlos. Conocerlos en persona y distinguir sus fortalezas y debilidades para, al mismo tiempo, reconocer las propias. Lo mismo los fantasmas del pasado que del presente. En otras palabras, saber de cuál pie cojeamos para encaminarnos por la mejor ruta hacia nuestro destino. Es un proceso parecido al practican los médicos: para poder prescribir un tratamiento, antes están obligados a hacer un diagnóstico.

Todos sabemos lo difícil que es reconocer defectos. Con regularidad podemos enumerar una serie de virtudes que nos caracterizan: lo simpático que somos, excelente trabajadores, buenos padres, hermanos cariñosos, funcionarios comprometidos, honestos ciudadanos, etcétera. En cambio, nuestra mente es un gran desierto cuando pensamos en nuestros errores, carencias y vicios. Ahí sí que la lista se queda corta, aunque en realidad quizá tenga muchas más líneas que la primera.

Reconocer frustraciones, traumas que nos han marcado en uno u otro momento de la vida, resentimientos acumulados, miedos ocultos, incapacidades sentimentales, incluso carencias intelectuales… aceptar todo esto puede ser de gran ayuda en la persecución de la principal meta de nuestra vida: la felicidad. De hecho, la tarea de un terapeuta frecuentemente es ayudar al paciente a confrontar su realidad, a aceptar el dolor y reconocer los procesos autodestructivos a los que a veces se inclinan las personas como una forma de evadir su realidad.

Como no nacimos ni crecimos en una burbuja de cristal, seguramente en nuestra persona, lo queramos o no, habita uno que otro problema no resuelto. A veces estos conflictos no se ubican en el consciente por lo que debemos someternos a una proceso de relajación profunda para poder ver el problema. Podemos comenzar de lo más reciente a lo más añejo, sin pasar de un asunto a otro antes de resolver el primero. Y después de nuestros descubrimientos, es importante hablarlo con alguien o simplemente materializarlo con las palabras para que la confrontación sea efectiva: cuando pronunciemos o escribamos nuestras fallas, nuestros temores, nuestras tristezas, entonces daremos el primer paso.

Identificar el problema es la clave. Por ejemplo, examinar las razones de por qué nos molesta que junto a una petición la gente olvide decir “por favor”, aunque se trate de una instrucción insignificante. ¿Se trata de un problema de autoridad? ¿Una reminiscencia de los estrictos sistemas de conducta a los que fuimos sometidos? Pero no sólo las pequeñeces pueden confrontarse, sino también problemas mucho más profundos: tal vez una resistencia injustificada al placer o un miedo desmesurado al fracaso que te estresa e incapacita para la frustración. Las posibilidades pueden ser infinitas.

Ante todo, debemos estar preparados para la confrontación; tener el temple y el valor para mirar de frente ese espejo que hemos evadido durante tanto tiempo. Puede ser que la figura que encontremos sea tan terrorífica que no la soportemos, es por eso de que debemos estar convencidos de querer enfrentar nuestros fantasmas. Un poderoso motivo para hacerlo es lo bien que nos sentiremos después de mirar ese reflejo; es el principio de una vida más plena, llena de estabilidad, armonía y equilibrio. Vale la pena intentarlo.

Por Víctor Espíndola

Ha sido Coordinador General de Comunicación Social en la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales; Director Digital de Adn40; Director Director General Adjunto de Comunicación Digital en la Presidencia de la República; profesor, conferencista y consultor en marketing y comunicación política.